El crucifijo de San Damián es un
icono de Cristo glorioso. Es el fruto de una reposada meditación, de una
detenida contemplación, acompañada de un tiempo de ayuno.
El icono fue pintado sobre tela, poco
después del 1100, y luego pegado sobre madera. Obra de un artista
desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo
románico de la época y en la iconografía oriental. Esta
cruz, de 2'10 metros de alto por 1'30 de ancho, fue realizada para la iglesita
de San Damián, de Asís. Quien la pintó, no sospechaba la
importancia que esta cruz iba a tener hoy para nosotros. En ella expresa toda
la fe de la Iglesia. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a
través y más allá de la imagen, los colores, la belleza,
en el misterio de Dios.
Acojamos, pues, este icono como una puerta
del cielo, que nos ha sido abierta merced a un creyente.
Ahora nos toca a nosotros saber mirarla,
leerla en sus detalles. Ahora nos toca a nosotros saber rezar.
El de San Damián es, se dice, el
crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro para la familia
franciscana.
A lo largo de siglos y generaciones,
hermanos y hermanas de la familia franciscana se han postrado ante este
crucifijo, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.
Tras de ellos, y siguiendo su ejemplo,
incorporémonos a la mirada de Francisco y Clara. ¡Si este Cristo
nos hablara también hoy a nosotros! Orémosle.
Escuchémosle. Dirijámonos a él con las mismas palabras de
Francisco:
«Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD)
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD)
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