El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: "Cuando
servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos
cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a
Jesús".
Recuerda la cristiandad las ilustres virtudes de pureza,
piedad, amor a Dios y al prójimo, y la hermosura y la gracia de una
mujer peruana que floreció en Lima, en la místicay fervorosa edad del
Virreynato, en el apacible siglo XVI: Isabel Flores de Oliva, conocida
en todo el mundo con el simbólico y encantador nombre de Rosa; apelativo
apropiadísimo por la hermosura de su alma y de toda ella y por el
fragante perfume embriagador de sus virtudes.
El demonio la molestaba con violentas tentaciones. El único consejo
que supieron darle aquellos a quienes consultó fue que comiese y
durmiese más. Más tarde, una comisión de sacerdotes y médicos examinó a
la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales.
Rosa pasó los tres últimos años de su vida en la casa de Don
Gonzalo de Massa, un empleado del gobierno, cuya esposa le tenía
particular cariño. Durante la penosa y larga enfermedad que precedió a
su muerte, la oración de la joven era: "Señor, auméntame los
sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor".
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